"A palabras necias, oídos sordos"
Este refrán popular tan
recurrente en otros tiempos, parece haber perdido su sentido ahora donde se ha
impuesto la prisa. Ese dicho nos aconseja no hacer caso a comentarios
impertinentes, a la par que imprudentes, que entrañan mala intención se mire
por donde se mire, se hagan de manera expresa o disimulada. El dicho que antaño
nos venía a recomendar que ante las palabras necias de otros, nuestra mejor
respuesta solo pudiera ser la más sincera indiferencia ahora parece que se
torna ineficaz; pues en esta sociedad de prisas, todo lo dicho y no contestado inmediatamente,
se convierte en intrascendente y otorga a la necedad rango de ley.
A pesar de lo anterior y
aun viviendo en la sociedad de la prisa verbal, de los 140 caracteres, cuando la
necedad llega desde el exabrupto meditado, la salida de tono, el ademán
inconveniente, las necias palabras son dichas desde la ignorancia, desde el desconocimiento
real de la cuestión; y son necias porque no se miden y pecan de imprudentes e
impertinentes. Esas palabras son necias porque son dichas con toda la mala
intención de herir a las personas y utilizar su vida privada para crear una
corriente contraria de opinión, ante su incapacidad para la crítica honesta. Si
todas estas necedades son escupidas por un político venido a menos, pero con
dilatada experiencia en poltronas bien remuneradas, son necias palabras que ni
ayudan ni aportan nada, pues se amparan en comentarios negativos y críticas
destructivas, que nada ayudan ni a quien hace escarnio, ni sobre quien se
pretende esparcirlas, ni mucho menos sobre aquel que es vilipendiado y escupido
en su honor. Pero también es cierto que aunque hagamos oídos sordos, esas necias
palabras duelen de todas maneras, pues cuando sacan a pasear el carro de
difamar lo habitual es que la gente es libre de entender aquellos que quiera.
Pero no es menos cierto que el que calla no siempre otorga, pues a veces no
tienes ganas de discutir con necios. Así lo decía Antonio Machado: «es propio de mentes estrechas, embestir con todo aquello
que nos le cabe en la cabeza». Y por eso ofender
con los defectos de otros es señal de que no encuentra y no tienen nada
inteligente que decir.
Realmente hay mucha gente que
no cambia, solo se cansa de fingir. Cuando se vive durante tantos años en una
nube de algodón. Cuando a nadie se le permite acercarse a esa nube, so pena de
ser repelido con truenos, relámpagos y centellas, es difícil poner el pie en el suelo sin caérsele
la careta. Y es en ese momento cuando los necios se convierten en mezquinos,
aquellos faltos de generosidad y de nobleza de espíritu, que han olvidado que
el servicio a la comunidad no es lo mismo que servir a unos pocos o a sí
mismos.
Pero ya ha pasado el mes de
los burros, ese donde antes nadie se cortaba el pelo para no ser objeto de
burla por haberse esquilado. Y entramos en un nuevo abril, aquel que dicen de
las aguas mil, donde los políticos de diciembre siguen haciendo cálculos para
medrar y enredar; donde aún seguimos con un desgobierno preocupante de ínfulas de
acuerdos que no llegan y campañas no acabadas que persiguen un hueco en el
banco azul. Y es este abril donde España vio morir al más grande de los
literatos que dio nuestra historia: Miguel de Cervantes. Ese del que nadie
podrá dudar que tenía especial sintonía por aquellos a los que necios de todos
los estamentos habían despreciado, vapuleado y arrojado a la plebe para
escarnio y jolgorio de retorcidos adláteres sedientos de mal ajeno. Ese gran
genio que nos dejó retratada la España de antes y de ahora mismo la del Sancho,
astuto, bromista y egoísta, pero tambien confiado, bondadoso, y de un Quijote entregado
a la defensa de un ideal, aquel loco caballero que tenía por cordura su
escudero. Ese mismo que una de las suyas dijo: «…Así que,
es menester que el que ve la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo,
porque no se diga por él: "espantóse la muerta de la degollada", y
vuestra merced sabe bien que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la
ajena. -Eso no, Sancho -respondió don Quijote-, que el necio en su casa ni en
la ajena sabe nada, a causa que sobre el aumento de la necedad no asienta
ningún discreto edificio» (Cap. XLIII
Libro II) Salud
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